Esta mañana iba al centro de Buenos Aires a bordo de un atestado colectivo de la línea 109, muerto de calor, sofocado, porque estos meses de transición, entre el otoño y el verano, suelen ser de temperatura engañosa. Curiosamente los pasajeros que van sentados, y tienen la chance de cambiar las cosas, van siempre con las ventanillas cerradas. O bien son todos friolentos, o simplemente les importa tres carajos que los pobres diablos que están parados, hacinados, se estén derritiendo y muevan las cabezas en busca de una mínima bocanada de aire respirable. Al borde del desmayo, tuve un momento de lucidez y me dije “la gran revolución digital empieza por las pequeñas batallas cotidianas”. No aguanté más y alcé mi voz.
-¡Compañeros pasajeros! Es hora de
vivir la democracia plenamente. Esta situación es insostenible. Acá, no se
puede respirar –grité a modo de arenga.
Las reacciones fueron dispares,
lejanos comentarios de aprobación, miradas reprobatorias de los que me rodeaban
(algún maloliente que se sentía aludido), pero mayormente fui soberanamente
ignorado. Nada me importó. Ni siquiera el chofer
lograría acallarme subiendo el volumen de su radio cumbianchera.
-¡Les propongo una cosa, votemos por
la apertura o no de las ventanillas! Ahora, levante la mano el que quiere
airear este vehículo infectado! –propuse.
-¡Callate, boludo! – soltó un
reaccionario sentado en el asiento del fondo.
Lo cierto es que, con los brazos
arriba de la gente que se agarraba de las manijas del techo, era imposible
contabilizar. Fue ahí, en ese instante, cuando me vino a la mente la
oportunidad de digitalizar la vida. Como cuando Popeye necesita la espinaca o
Batman ve la batiseñal.
-Está bien, ese método no va… Vamos a
hacer esto, todos me envían un SMS al 15xxxx-xxxx, que es mi teléfono, para
votar y luego contamos los votos. Hay dos opciones ABRIR o CERRAR. Repito el número 15xxxx-xxxx –
explique la alternativa.
Y la gente se entusiasmó. Vi a muchos,
no a todos, escribiendo en sus celulares. Las miradas que me dirigían ya no
eran inquisidoras, ahora había respeto y admiración en aquellos ojos. Pasaban
los minutos, las paradas y los mensajes no llegaban, quizás no había señal o,
simplemente, se estaban ocultando, avergonzados, detrás de las pantallitas para
no asumir el rol ciudadano. Finalmente me llegó un mensaje: “Sos un bombón, ¿querés
tomar un café? Soy el morocho que está en la puerta de atrás”. Por suerte, yo
estaba frente a la puerta del medio.
-¡La opinión del pueblo es
irrefutable! Por un 74,8% de los votos ganó la opción de abrir –mentí el
resultado del escrutinio.
No hubo objeciones, los pasajeros de
las ventanillas acataron la “voz del pueblo” y abrieron un poco. El colectivo
se ventiló ligeramente y yo sentí el aire de la revolución en mi rostro. Lamentablemente
no pude disfrutar mucho de mi victoria, ante las insistentes insinuaciones y libidinosas fotos de dudoso
gusto que me seguía enviando, vía SMS, el morocho de la puerta trasera, me bajé
rápido por la del medio.
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