jueves, 20 de marzo de 2014
miércoles, 19 de marzo de 2014
Diario de un revolucionario digital - 3 - Sala de espera
Créase
o no, lamentablemente, todavía existen actividades que no se pueden hacer
online. Una de ellas es el dentista. He intentado curarme una caries con algún
video de youtube o un sano consejo del Dr. Google, pero, hay que admitir,
resulta difícil. Lo cierto es que por un simple dolor de muelas tuve que pedir turno,
con un mes de antelación, para visitar, personalmente, al citado profesional.
Me
presenté en el consultorio quince minutos antes de mi hora con mi mejor buena
voluntad. No le temo al dentista, sufro con la espera. Al menos en la actualidad
con el smartphone uno puede pasar amenamente sentado el tiempo sin aburrirse
demasiado. Revisar el mail, twitter, un jueguito o navegar por internet hacen
todo más llevadero.
El
problema fue descubrir que en lo de mi dentista ¡no había señal de celulares,
ni wifi! Traté de no entrar en pánico y me dirigí al revistero en busca de
consuelo. Creí que las revistas habían desaparecido, que ya nadie las leía en
papel y se habían dejado de editar, y, por la antigüedad de las que encontré en
la sala de espera, mi teoría parecía acertada. La publicación más reciente era
del año 2008, tenía los crucigramas resueltos y la mitad de las hojas
arrancadas. Volví a mi asiento y traté pensar en otras cosas, “¿cómo pasaba
esas inagotables amansadoras en mi infancia?”, me pregunté. Añoré aquellos
tiempos en que no necesitaba mucho para entretenerme y decidí revivirlos. Invité
a una señora, sentada a mi lado, a jugar al “Veo, veo”. Supuse que cambiarse de
asiento fue su manera de darme una respuesta negativa.
Pasaba
el rato, nadie entraba ni salía del consultorio y la gente seguía apilándose en
la sala de espera. Habían pasado ya veinte minutos y me sentía sofocado. Con el
tiempo me he mimetizado con mi celular, si falta señal, me falta el aire,
necesito 3G para respirar. En momentos así es cuando surge en mí el
revolucionario, el justiciero. Me levanté del asiento y me paré en el medio de
la sala.
-¡No
seamos cobardes, carajo! Reclamemos que pongan una antena para celulares en el
consultorio o al menos que impriman revistas nuevas –arengué a los demás
pacientes (¿de las cantidad de horas de mansa espera que soportamos vendrá el
término pacientes?)
Nadie
pareció hacerse eco de mi reclamo y, un vivillo recién llegado me birló descaradamente
el asiento.
-¿Cómo
podemos esperar así, como animales rumbo al matadero, sin siquiera un mínimo de
entretenimiento? –continué mi discurso al ver que ya no tenía donde sentarme.
La
gente parecía mirarme como a un loco lindo, una atracción de circo. Me pareció
que alguno me tomó una foto con el teléfono, no sé si para denunciarme o porque
esperaba algún tipo de show de mi parte para entretenerlos. La única que
parecía haber tomado nota de mis reclamos fue la secretaria del doctor quien me
indicó, discretamente, que me acercara.
-El
doctor ya se libera y usted es el próximo, mientras espera ¿le puedo ofrecer un
café o quiere usar mi computadora un rato, le puedo dejar un solitario? –propuso
para calmarme.
-Tengo
dignidad, no acepto sobornos, hágaselo saber a su jefe –respondí con altura.
La
secretaria se fue a ver al dentista, a los pocos minutos salió el paciente que
estaba siendo atendido y me pidió que pase al consultorio. El dentista me
estrechó la mano y me invitó a sentarme. Todo muy profesional, él sabía que
estaba en falta y que yo era un hombre duro. No se habló del tema de la espera,
las palabras sobraban. Le mostré la muela que me atormentaba y me la solucionó.
Antes de irme, se ofreció gentilmente, a modo de compensación por el mal rato
pasado, a revisarme el resto de la dentadura. Con un martillito me fue golpeando
cada uno de los dientes. Me dijo que estaba todo perfecto y me fui. A la media
hora sentí que todos mis dientes se habían aflojado. Llamé a la secretaria para
pedir turno pero no tenían nada hasta dentro de un año y me cortaron. Volví a
llamar y me atendió el contestador automático.
La
lucha por la Revolución Digital tiene estos contratiempos, esperemos que algún
día existan buenos dentistas online.
lunes, 17 de marzo de 2014
viernes, 14 de marzo de 2014
Diario de un revolucionario Digital - Capítulo 2
Todos
los grandes movimientos tienen una guía, la Biblia, el Coran, Marx, el Martín
Fierro o la revista Corsa. Todos menos nosotros, los revolucionarios de la era
digital. Algunos especialistas afirman que Steve Jobs fue nuestro Mesías, que
Sillicon Valley es la meca y otra sarta de herejías infundadas. Otros
compañeros se han aferrado a las enseñanzas que creen encontrar en los
videojuegos, los más fanáticos, incluso, han creado una nueva categoría
alimenticia basándose en ellos. Así como están los vegetarianos, muchos
talibanes de la tecnología se han volcado al Candynismo, y se
alimentan solo de golosinas, inspirados en el adictivo Candy Crush. Ante este vacío
dogmático me he propuesto ir bocetando algunos capítulos, de lo que será
nuestro libro de cabecera, palabras, frases, parábolas para reflexionar sobre
nuestros turbulentos tiempos digitales.
La nueva fábula de la
tortuga y el conejo.
“La primera parte, la
sabemos todos: un conejo engreído es desafiado por una tortuga, bastante
corajuda, a correr una carrera. La tortuga quería darle una lección al bravucón
y el conejo quería humillar a su lento competidor.
Desde los tiempos en que
la primera versión de esta fábula fue escrita hasta nuestros días corrió mucha
agua bajo el puente y, aquel tranquilo bosque, derivó en una ciudad asfaltada y
pujante. Los contrincantes se conocían por compartir la vidriera de una
veterinaria que los tenía para la venta y un buen día lograron fugarse para
encarar la carrera. El gran problema
surgió cuando debían empezar a correr, ninguno de los dos conocía las calles.
Pactaron proveerse con un navegador satelital, por más que ninguno de los dos
sabía muy bien para qué servía. Habían escuchado en la veterinaria que lo usaban para guiarse a la hora de entregar los
pedidos.
Llegó la hora de la
largada y el conejo, confiado en su velocidad y su sentido de la ubicación,
empezó a correr sin prestarle mayor atención al GPS, al que ni siquiera se
había tomado el trabajo de examinar. La tortuga, por el contrario, activo su
guía satelital y, siguió, al pie de la letra, las indicaciones que la cálida
voz femenina le brindaba. Se tomó el subte y llegó a la meta en 5 minutos. El
conejo llegó dos horas después cansado, sucio y derrotado.
Moraleja: “Se optimista
como la flechita del mouse, que siempre apunta para arriba”.
jueves, 13 de marzo de 2014
lunes, 10 de marzo de 2014
viernes, 7 de marzo de 2014
Diario de un revolucionario digital - Capítulo 1
Esta mañana iba al centro de Buenos Aires a bordo de un atestado colectivo de la línea 109, muerto de calor, sofocado, porque estos meses de transición, entre el otoño y el verano, suelen ser de temperatura engañosa. Curiosamente los pasajeros que van sentados, y tienen la chance de cambiar las cosas, van siempre con las ventanillas cerradas. O bien son todos friolentos, o simplemente les importa tres carajos que los pobres diablos que están parados, hacinados, se estén derritiendo y muevan las cabezas en busca de una mínima bocanada de aire respirable. Al borde del desmayo, tuve un momento de lucidez y me dije “la gran revolución digital empieza por las pequeñas batallas cotidianas”. No aguanté más y alcé mi voz.
-¡Compañeros pasajeros! Es hora de
vivir la democracia plenamente. Esta situación es insostenible. Acá, no se
puede respirar –grité a modo de arenga.
Las reacciones fueron dispares,
lejanos comentarios de aprobación, miradas reprobatorias de los que me rodeaban
(algún maloliente que se sentía aludido), pero mayormente fui soberanamente
ignorado. Nada me importó. Ni siquiera el chofer
lograría acallarme subiendo el volumen de su radio cumbianchera.
-¡Les propongo una cosa, votemos por
la apertura o no de las ventanillas! Ahora, levante la mano el que quiere
airear este vehículo infectado! –propuse.
-¡Callate, boludo! – soltó un
reaccionario sentado en el asiento del fondo.
Lo cierto es que, con los brazos
arriba de la gente que se agarraba de las manijas del techo, era imposible
contabilizar. Fue ahí, en ese instante, cuando me vino a la mente la
oportunidad de digitalizar la vida. Como cuando Popeye necesita la espinaca o
Batman ve la batiseñal.
-Está bien, ese método no va… Vamos a
hacer esto, todos me envían un SMS al 15xxxx-xxxx, que es mi teléfono, para
votar y luego contamos los votos. Hay dos opciones ABRIR o CERRAR. Repito el número 15xxxx-xxxx –
explique la alternativa.
Y la gente se entusiasmó. Vi a muchos,
no a todos, escribiendo en sus celulares. Las miradas que me dirigían ya no
eran inquisidoras, ahora había respeto y admiración en aquellos ojos. Pasaban
los minutos, las paradas y los mensajes no llegaban, quizás no había señal o,
simplemente, se estaban ocultando, avergonzados, detrás de las pantallitas para
no asumir el rol ciudadano. Finalmente me llegó un mensaje: “Sos un bombón, ¿querés
tomar un café? Soy el morocho que está en la puerta de atrás”. Por suerte, yo
estaba frente a la puerta del medio.
-¡La opinión del pueblo es
irrefutable! Por un 74,8% de los votos ganó la opción de abrir –mentí el
resultado del escrutinio.
No hubo objeciones, los pasajeros de
las ventanillas acataron la “voz del pueblo” y abrieron un poco. El colectivo
se ventiló ligeramente y yo sentí el aire de la revolución en mi rostro. Lamentablemente
no pude disfrutar mucho de mi victoria, ante las insistentes insinuaciones y libidinosas fotos de dudoso
gusto que me seguía enviando, vía SMS, el morocho de la puerta trasera, me bajé
rápido por la del medio.
martes, 4 de marzo de 2014
lunes, 3 de marzo de 2014
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