miércoles, 19 de marzo de 2014

Diario de un revolucionario digital - 3 - Sala de espera


Créase o no, lamentablemente, todavía existen actividades que no se pueden hacer online. Una de ellas es el dentista. He intentado curarme una caries con algún video de youtube o un sano consejo del Dr. Google, pero, hay que admitir, resulta difícil. Lo cierto es que por un simple dolor de muelas tuve que pedir turno, con un mes de antelación, para visitar, personalmente, al citado profesional.
Me presenté en el consultorio quince minutos antes de mi hora con mi mejor buena voluntad. No le temo al dentista, sufro con la espera. Al menos en la actualidad con el smartphone uno puede pasar amenamente sentado el tiempo sin aburrirse demasiado. Revisar el mail, twitter, un jueguito o navegar por internet hacen todo más llevadero.
El problema fue descubrir que en lo de mi dentista ¡no había señal de celulares, ni wifi! Traté de no entrar en pánico y me dirigí al revistero en busca de consuelo. Creí que las revistas habían desaparecido, que ya nadie las leía en papel y se habían dejado de editar, y, por la antigüedad de las que encontré en la sala de espera, mi teoría parecía acertada. La publicación más reciente era del año 2008, tenía los crucigramas resueltos y la mitad de las hojas arrancadas. Volví a mi asiento y traté pensar en otras cosas, “¿cómo pasaba esas inagotables amansadoras en mi infancia?”, me pregunté. Añoré aquellos tiempos en que no necesitaba mucho para entretenerme y decidí revivirlos. Invité a una señora, sentada a mi lado, a jugar al “Veo, veo”. Supuse que cambiarse de asiento fue su manera de darme una respuesta negativa.
Pasaba el rato, nadie entraba ni salía del consultorio y la gente seguía apilándose en la sala de espera. Habían pasado ya veinte minutos y me sentía sofocado. Con el tiempo me he mimetizado con mi celular, si falta señal, me falta el aire, necesito 3G para respirar. En momentos así es cuando surge en mí el revolucionario, el justiciero. Me levanté del asiento y me paré en el medio de la sala.
-¡No seamos cobardes, carajo! Reclamemos que pongan una antena para celulares en el consultorio o al menos que impriman revistas nuevas –arengué a los demás pacientes (¿de las cantidad de horas de mansa espera que soportamos vendrá el término pacientes?)
Nadie pareció hacerse eco de mi reclamo y, un vivillo recién llegado me birló descaradamente el asiento.
-¿Cómo podemos esperar así, como animales rumbo al matadero, sin siquiera un mínimo de entretenimiento? –continué mi discurso al ver que ya no tenía donde sentarme.
La gente parecía mirarme como a un loco lindo, una atracción de circo. Me pareció que alguno me tomó una foto con el teléfono, no sé si para denunciarme o porque esperaba algún tipo de show de mi parte para entretenerlos. La única que parecía haber tomado nota de mis reclamos fue la secretaria del doctor quien me indicó, discretamente, que me acercara.
-El doctor ya se libera y usted es el próximo, mientras espera ¿le puedo ofrecer un café o quiere usar mi computadora un rato, le puedo dejar un solitario? –propuso para calmarme.
-Tengo dignidad, no acepto sobornos, hágaselo saber a su jefe –respondí con altura.
La secretaria se fue a ver al dentista, a los pocos minutos salió el paciente que estaba siendo atendido y me pidió que pase al consultorio. El dentista me estrechó la mano y me invitó a sentarme. Todo muy profesional, él sabía que estaba en falta y que yo era un hombre duro. No se habló del tema de la espera, las palabras sobraban. Le mostré la muela que me atormentaba y me la solucionó. Antes de irme, se ofreció gentilmente, a modo de compensación por el mal rato pasado, a revisarme el resto de la dentadura. Con un martillito me fue golpeando cada uno de los dientes. Me dijo que estaba todo perfecto y me fui. A la media hora sentí que todos mis dientes se habían aflojado. Llamé a la secretaria para pedir turno pero no tenían nada hasta dentro de un año y me cortaron. Volví a llamar y me atendió el contestador automático.
La lucha por la Revolución Digital tiene estos contratiempos, esperemos que algún día existan buenos dentistas online.

viernes, 14 de marzo de 2014

Diario de un revolucionario Digital - Capítulo 2

Todos los grandes movimientos tienen una guía, la Biblia, el Coran, Marx, el Martín Fierro o la revista Corsa. Todos menos nosotros, los revolucionarios de la era digital. Algunos especialistas afirman que Steve Jobs fue nuestro Mesías, que Sillicon Valley es la meca y otra sarta de herejías infundadas. Otros compañeros se han aferrado a las enseñanzas que creen encontrar en los videojuegos, los más fanáticos, incluso, han creado una nueva categoría alimenticia basándose en ellos. Así como están los vegetarianos, muchos talibanes de la tecnología se han volcado al Candynismo, y se alimentan solo de golosinas, inspirados en el adictivo Candy Crush. Ante este vacío dogmático me he propuesto ir bocetando algunos capítulos, de lo que será nuestro libro de cabecera, palabras, frases, parábolas para reflexionar sobre nuestros turbulentos tiempos digitales. 


La nueva fábula de la tortuga y el conejo.
“La primera parte, la sabemos todos: un conejo engreído es desafiado por una tortuga, bastante corajuda, a correr una carrera. La tortuga quería darle una lección al bravucón y el conejo quería humillar a su lento competidor.
Desde los tiempos en que la primera versión de esta fábula fue escrita hasta nuestros días corrió mucha agua bajo el puente y, aquel tranquilo bosque, derivó en una ciudad asfaltada y pujante. Los contrincantes se conocían por compartir la vidriera de una veterinaria que los tenía para la venta y un buen día lograron fugarse para encarar la  carrera. El gran problema surgió cuando debían empezar a correr, ninguno de los dos conocía las calles. Pactaron proveerse con un navegador satelital, por más que ninguno de los dos sabía muy bien para qué servía. Habían escuchado en la veterinaria que lo  usaban para guiarse a la hora de entregar los pedidos.
Llegó la hora de la largada y el conejo, confiado en su velocidad y su sentido de la ubicación, empezó a correr sin prestarle mayor atención al GPS, al que ni siquiera se había tomado el trabajo de examinar. La tortuga, por el contrario, activo su guía satelital y, siguió, al pie de la letra, las indicaciones que la cálida voz femenina le brindaba. Se tomó el subte y llegó a la meta en 5 minutos. El conejo llegó dos horas después cansado, sucio y derrotado.
Moraleja: “Se optimista como la flechita del mouse, que siempre apunta para arriba”.
           

viernes, 7 de marzo de 2014

Diario de un revolucionario digital - Capítulo 1


Esta mañana iba al centro de Buenos Aires a bordo de un atestado colectivo de la línea 109, muerto de calor, sofocado, porque estos meses de transición, entre el otoño y el verano, suelen ser de temperatura engañosa. Curiosamente los pasajeros que van sentados, y tienen la chance de cambiar las cosas, van siempre con las ventanillas cerradas. O bien son todos friolentos, o simplemente les importa tres carajos que los pobres diablos que están parados, hacinados, se estén derritiendo y muevan las cabezas en busca de una mínima bocanada de aire respirable. Al borde del desmayo, tuve un momento de lucidez y me dije “la gran revolución digital empieza por las pequeñas batallas cotidianas”. No aguanté más y alcé mi voz.
-¡Compañeros pasajeros! Es hora de vivir la democracia plenamente. Esta situación es insostenible. Acá, no se puede respirar –grité a modo de arenga.
Las reacciones fueron dispares, lejanos comentarios de aprobación, miradas reprobatorias de los que me rodeaban (algún maloliente que se sentía aludido), pero mayormente fui soberanamente ignorado. Nada me importó. Ni siquiera el chofer lograría acallarme subiendo el volumen de su radio cumbianchera.
-¡Les propongo una cosa, votemos por la apertura o no de las ventanillas! Ahora, levante la mano el que quiere airear este vehículo infectado! –propuse.
-¡Callate, boludo! – soltó un reaccionario sentado en el asiento del fondo.
Lo cierto es que, con los brazos arriba de la gente que se agarraba de las manijas del techo, era imposible contabilizar. Fue ahí, en ese instante, cuando me vino a la mente la oportunidad de digitalizar la vida. Como cuando Popeye necesita la espinaca o Batman ve la batiseñal.
-Está bien, ese método no va… Vamos a hacer esto, todos me envían un SMS al 15xxxx-xxxx, que es mi teléfono, para votar y luego contamos los votos. Hay dos opciones  ABRIR o CERRAR. Repito el número 15xxxx-xxxx – explique la alternativa.
Y la gente se entusiasmó. Vi a muchos, no a todos, escribiendo en sus celulares. Las miradas que me dirigían ya no eran inquisidoras, ahora había respeto y admiración en aquellos ojos. Pasaban los minutos, las paradas y los mensajes no llegaban, quizás no había señal o, simplemente, se estaban ocultando, avergonzados, detrás de las pantallitas para no asumir el rol ciudadano. Finalmente me llegó un mensaje: “Sos un bombón, ¿querés tomar un café? Soy el morocho que está en la puerta de atrás”. Por suerte, yo estaba frente a la puerta del medio.
-¡La opinión del pueblo es irrefutable! Por un 74,8% de los votos ganó la opción de abrir –mentí el resultado del escrutinio.
No hubo objeciones, los pasajeros de las ventanillas acataron la “voz del pueblo” y abrieron un poco. El colectivo se ventiló ligeramente y yo sentí el aire de la revolución en mi rostro. Lamentablemente no pude disfrutar mucho de mi victoria, ante las insistentes  insinuaciones y libidinosas fotos de dudoso gusto que me seguía enviando, vía SMS, el morocho de la puerta trasera, me bajé rápido por la del medio.